Cuando yo era niña me enseñaron que las piedras eran seres inertes. Me enseñaron a separarlas de los seres vivos, de los animales y vegetales. Las piedras eran otro reino. En eso pensaba cuando me detuve y miré a mi alrededor. Me vi acogida por la montaña, en un rincón de la Sierra Nevada de Santa Marta, el corazón del mundo. Un lugar que ha sido quemado, talado, invadido con monocultivos, fumigado, arrancado. Un corazón hecho de piedras que se abren en senderos, ríos, semillas, árboles. Un corazón tan fuerte que con su fuerza perdona y a pesar tanta historia de violencia, renace vibrante y generoso.
Brota en verdes profundos y variados, brota en frutos incontables que caen en abundancia sobre el piso. Para nosotros los humanos frutos que se pierden, pero en la Naturaleza la pérdida no existe: lo que no se come un pájaro, se descompone y nutre la tierra, viaja entre los ríos, se hace árbol nuevamente. Maravillosos los frutos que se pudren penetrando el suelo y se hunden en lo oscuro para lanzarse disparados y lentos hacia el cielo.
¿De cuál muerte me hablaban cuando era niña? Cuáles piedras inertes si justo ahora, mientras nado bajo el agua de la quebrada me parece escuchar las más pequeñas avanzar veloces, envueltas en los rápidos. Piedras de infinitas formas, texturas incontables, redondas, ovaladas, llenas de ángulos y líneas. Cómo llamarlas inertes si son pura vida. Rocas enormes meditan sin tiempo, abrazadas por las raíces de gigantes árboles. Plantas que se ayudan las unas a las otras, multitud caótica y perfecta de seres sin prejuicios: la ceiba da sombra a la planta trepadora y esta a su vez, forma caminos en las alturas para los animales que buscan frutos o sencillamente el sol.
En este corazón que late al norte de Colombia, cabeza suramericana, el desorden es guía fundamental. Antítesis de los controlados jardines franceses, la selva continua sin márgenes, revuelta, mezclada, sin límites visibles o mensurables. ¿Quién puede decir dónde acaba un árbol? ¿Es su límite la tierra que las raíces abren o las patas del tucán que se posa en la rama? ¿No viaja acaso el árbol con la hoja que cae y se hace invisible a los ojos humanos?
A veces, en este sueño que es la vida sin comienzo definido sin final determinante, uno se aburre de todas sus certezas. Irse a una montaña se hace necesario. Se hace necesario dejar que las dudas crezcan, trepándose, arrastrándose, haciéndonos perder el rumbo. Que se levante la selva para que perdamos el camino y lo que creímos era nuestro destino, aquello que teníamos que hacer para ser.
Que se levante la selva, sin mí, sin tí, sin ellos… sin nosotros los humanos que andamos poniendo nombres y palabras, cercas, cultivos, fincas y turismo en cada espacio que creemos vacío tan sólo porque aun no tiene (nuestro) sentido. Que se levante la selva, ojalá en soledad, sin tantas ideas, tanta ecología a medias o relativa auto sostenibilidad. Sin nuestra sabiduría citadina que pretende apoyar un progreso social, pues tal vez no existe futuro en un lugar donde todo es fugaz presente.
Es el mundo el que se acaba, esa idea humana, el planeta renace. Si lo único seguro es el cambio constante, puede que también sea seguro que la Tierra y esta Sierra pueden seguir sin nosotros. Nadie determina el destino de una piedra y tal vez el ser humano no tiene otro destino que el de vivir el instante, viajar entre paisajes y experiencias, rodar entre un caudal de cambios, romperse y abrirse como lo hace una semilla, transformándose imperceptible en cada segundo.