Inicio Alquimias De abuelas y guatilas


Érase una vez y varias veces la guatila en las manos de la abuela. Toda verde, deforme, lisa y fría. La miro en la foto, sumida en su silencio, en ese fondo blanco y así, silenciosa está una guatila ahora sobre el mesón de la cocina. Mi abuela hacía un guiso al que le ponía guatila, tal vez lo comí de pequeña y si lo hice ni me enteré. En mi corta memoria de niña, memoria llena de presente, sólo había espacio para la cebolla y el tomate, mezcla inolvidable que me torcía el paladar.



Entonces, ¿Cuándo reaparece la guatila? O mejor, ¿Cuándo desapareció? ¿Por qué en la casa nadie la nombra, por qué no nos es cotidiana? Y peor aún, generalizando: ¿A quién se le ocurrió llamarla “papa de pobre”, cuando ni «los pobres» la consumen hoy en día a pesar de ser barata y crecer solita y sin que la miren en casa-lotes, patios y potreros?

Que es rica en vitamina C, que baja el colesterol, que sirve para adelgazar y demás atractivos nutricionales no me quitan el sueño… de imaginarme su historia. La historia de la guatila, otro ejemplo de la constante subestimación y olvido de lo que crece en Colombia y su valor. Yo sé poco de la guatila. Solo sé que estuvo alguna vez y varias veces en las manos de mi abuela, en el plato de mis padres, de mis tías y mis tíos. Estuvo en el plato de mi abuelo y en otros platos y cocinas más lejos, más atrás de aquella época.

A veces pienso que en esta ciudad somos –mayoritariamente– seres recientes. Hace apenas dos generaciones que dejamos de ser campesinos. Me refiero a la familia de la que vengo y a unas cuantas otras que conozco, cuyos abuelos nacieron en algún rincón perdido de Cundinamarca, Boyacá u otro departamento. Cuyas abuelas y abuelos muchos aun vivos nacieron en el campo. ¿Cómo es que estamos desconectados de la naturaleza al punto de no poder reconocer un chicalá? ¿Al punto de haber olvidado el sabor de la guatila o incluso su nombre? Hablo por mí y tal vez por unas cuantas personas que desconozco, potenciales visitantes de este blog y de estas letras.

Con abuelas y abuelos que nacieron en el campo y gracias a las manos de alguna partera. Con abuelas y abuelos que emigraron a la capital como parte de un gran éxodo rural, forzado o no, pero en todo caso bajo circunstancias de hambre, pobreza y orfandad. Éxodo que no termina. Tan recientes somos en esta ciudad, tan reciente es nuestro paso del adobe y los techos de barro a los muros de ladrillos industriales y las tejas de asbesto, que es sorprendente cómo le perdimos el rastro a tantas frutas y verduras variadas y únicas, al punto de sólo reconocerlas y revalorarlas el día que nos las sirven en un restaurante caro.



Y allá está la guatila aún silenciosa, cerca de tres cebollas rojas, guayabas para el jugo y otras cosas en el mesón. Las manos de mi abuela tienen ahora muy poca fuerza para la cocina. ¿Hasta dónde, atrás en el tiempo, habrá que ir para encontrar el primer recuerdo de la guatila en sus historias? ¿Existirá una mejor historia que la que sale de su boca así sea un recuerdo inventado?



La Historia o al menos una historia sobre la guatila. Ojalá te la cuente tu abuela y no una revista gastronómica. Ojalá te cuente una historia no contada antes, de esas que se refundieron entre verduras y llantos de niños. Que te cuente lo no contado en la tienda de la esquina, aquello que nadie murmuró por las calles destapadas. Historias que atravesaron invisibles los años, sin la bulla de los grandes cambios, sin dejar estatuas o fechas de las que acordarse en algún examen. Sin alaraque pues los niños duermen… y son muchos.

Tan sólo porque no podemos amar esas historias sin conocerlas ni valorar la guatila sin probarla. Habla de la guatila pues lo que no se nombra se olvida, búscala en la tienda. Puede que al probarla te sepa a alguna historia que no viviste pero hace parte de tí. Puede que el sabor te traiga algún recuerdo que no sabes si soñaste o inventaste, pero que es tuyo. Te pertenece.


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