Gracias por sobrevivir. Gracias por sobrevivir a la tristeza, a la depresión, a la negatividad. Gracias por seguir a pesar de todo eso. A pesar de la violencia. A pesar de la soledad, del miedo. A pesar de sentirte pequeña, insuficiente. Te voy a contar un poco de lo que te ayudó. Por favor no lo olvides:
Te ayudó la poesía. Walt Whitman. Te ayudaron curiosamente otros depresivos. Suicidas bien logrados: Kurt Cobain, Mónica Santa María, tu amigo de infancia Carlos Javier. Es extraño como la muerte de otras personas terminó por salvarte la vida. El Gran Misterio hizo eco en las palabras de otros seres, y te elevó en olas hacia el sentido de la vida. Te llevó a salvo hasta alguna orilla. A punta de rimas, de pausas y silencios.
Te ayudó Andrés Caicedo. La música y el cine que a través de él llegaron. También las drogas. Sí, también las drogas. Te ayudó la Pizarnik y sus palabras de amor a la princesa Bathory. Tal vez porque esta última hizo de la sangre una fuente de vida, muy a su manera, descubriste que la belleza tiene formas extrañas y torcidas, y te diste permiso de quedarte en este mundo. Con los años descubriste que la desadaptación era más común de lo que creías.
Escucha atentamente: nadie se adapta. Parece que si, pero no. Escucha atentamente: la educación que recibimos no podía prepararnos para el mundo en el que estamos. Escucha atentamente: en el gozo de tu infancia está la llave. Confía profundamente: la vida es un juego que nadie pierde. Nos hacen creer que si, pero no. Y en eso nos perdemos, constantemente, pues olvidamos que el gozo es simple. Ama intensamente. Haz de la creación tu sagrada devoción. Vuelve al latido de tu corazón, una y otra vez, delicadamente.
Si hiciera una fiesta, tu serías la festejada, niña de 11 años en mi. La que se quebró. La que sangró. La que empezó a escribir. La que grababa historias improvisadas con música clásica de fondo, en una grabadora que fue regalo de navidad a sus 10 años. El auditorio del colegio era el escenario, en un tiempo en que los juegos que implicaban competir te eran ajenos. En ese mundo nadie tenía que ganar, pues cada ser reconocía su propia voz y su lugar.
La depresión que sentiste era el Dios Tiempo, el padre, Saturno y sus anillos, en el rio fluido del “yo soy”. El ascendente. Su peso trajo preguntas que parecían frenar el agua de la vida. Y desconfiaste. Hoy que te escribo, él nos visita nuevamente. 30 años después. Y su visita a ratos se hace larga. ¡Imagínate una visita de tres años! ¿Cómo hacer las paces con este papá en el corazón? ¿Cómo hacer de Cronos un ligero amigo y confiar de nuevo en tu destino de ser mar, mientras eres rio y te permites fluir?
Pide la ayuda de los caminos antiguos. Esos que recorriste, sabes que existen, pero los evitas porque son muy solitarios y en la soledad, dudas. ¿Es por aquí? Nadie responde. Solo tu corazón con su latido lo sabrá. Acude a la corazonada en medio de la inercia de la multitud. Nadie se adapta, no lo olvides. No a este sistema. Quien lo hace, tarde o temprano se enferma y al enfermarse, despierta. Nadie se adapta. Ni siquiera los que visten uniformes. Ni siquiera los que han hecho una familia, los de las misas en domingo y los lunes en trancones. Los de los planes financieros. Nadie. Todos seguimos buscando y la búsqueda es el tesoro mismo pues nos lleva a la sanación.
Te hablo a ti, la niña en mi, de once años. Con otras y otros compartimos estas palabras. Nos están leyendo. Aunque parezca que sí, tampoco se adaptan.